Alabado sea el Señor. Me cuesta ver y llegar al final de la carrera de fondo que me propone el cineasta norteamericano Edward Dmytrik en su película ‘The end of the affaire’ (1955), escrita por Lenore J. Coffee e inspirada en una novela de Graham Greene. Su temática me huele mucho a vela, a instrumento doctrinal, que me produce repelús e irritación. El autor de ‘Encrucijada de odios’ (1947) propone la historia de una mujer, Sarah (Bebora Kerr), confusa en su orden moral y refractaria a asumir la religión católica como fe sanadora, atraviesa un convulso viacrucis sentimental hasta alcanzar la verdad que buscaba. Vista de esta manera, ceñida a la breve sinopsis apuntada, y tratándose de un relato del escritor católico Graham Greene, da la sensación de entrar en el tormento de un ser humano que mantiene la incertidumbre de su espíritu y necesita una prueba fehaciente e irrefutable para elevar el corazón al Señor y suscribir, por la experiencia vivida, la existencia de un Dios. Pero un Dios cristiano, el de la palabra de Cristo.
Con este planteamiento confesional y contrito, lleno de dolor y cierta trascendencia en los apuntes, me hubiese apeado de la historia reveladora y conversión al final del primer tramo si no hubiese detectado y advertido que detrás de la cámara está situado un cineasta que asume las aristas del argumento y su enfoque sumiso a la fe artística para armar y construir un sólido melodrama acerca de la fortaleza de creer.
El brutal y elegante a la vez clasicismo de Dmytrik, su apasionante y romántica puesta en escena, el coraje visual (excelente y maravilloso el blanco y negro de Wilkie Cooper) del realizador para sacar adelante el torbellino de toda historia de amor con claroscuros y malos entendidos, no solo funciona a la perfección sino que la cámara de Dmytrik y la dirección de actores, consiguen que una pieza sobre el alumbramiento de la verdad se erija en un drama intenso, la borde del delirio y la propaganda catacumenal, pero bien sujetado por la forma experimentada del responsable de ‘El hombre de las pistolas de oro’ (1959).
Es decir, una vez sustraído de todo el barniz devoto, entro de lleno en un vibrante texto narrado por la voz en off del protagonista masculino, Maurice Bendrix (Van Johnson), que narra los claroscuros en su relación amorosa con una mujer casada, Sarah. Él es un norteamericano que tras recibir una herida se queda en Londres durante los últimos compases de la II Guerra Mundial con la intención de escribir un libro sobre los funcionarios.
Contada en flashback, el relator, con tono de congoja en su locución, detalla el encuentro fascinante con la esposa de Henry (Peter Cushing), un funcionario que le sirve de fuente en su investigación para elaborar su próximo libro. Bendrix pronto queda imantado por la belleza de Sarah. Un detalle le provoca morbo. Hablando con su anfitrión, Maurice observa a través de un espejo como Sarah besa a un invitado. Este gesto frívolo le provoca ardor en el escritor y sospecha que la mujer padece de desatención y puede ser un objetivo fácil para estar con ella. En la siguiente escena, vemos a Sarah y Maurice en un local de copas. Inesperadamente, el hombre se abalanza sobre la mujer y la besa sin apenas encontrar oposición y desagrado. Su idea funciona y pronto se convierten en amantes.
Sarah es una mujer que lleva una vida insípida y monótona al lado de su esposo Henry. Considera la existencia aburrida si no está con Maurice. Su amor es tan acérrimo que Maurice le pide a Sarah que se divorcie de su marido y que se case con él. El novelista está harto de ser amante, un secundario, como un extraño que tiene la función de entretenimiento y disfrute.
En ese lapso de tiempo de amores furtivos, Maurice desarrolla la perversidad de celos infundados que los arrastran a tormentos incontrolables que le hacen estar a disgusto y, lo que es peor, tener la sensación que ella le miente, que finge, y se carcome con una desproporcionada desconfianza, que afecta a la relación.
Hasta aquí, Edward Dmytryk aplica los parámetros más sobrios del melodrama angustioso sobre una pareja que no puede alcanzar el éxtasis porque sus encuentros son a escondidas y Maurice se comporta de manera psicótica y temperamental. Muy suspicaz y nerviosamente inquieto. Dmytryk avala la ambigüedad sin mostrar el juego de cartas que lleva en la mano.
Se produce un giro de guion absorbente, llevando el conflicto de la película a los derroteros apuntados en el primer párrafo. Aunque la historia se ambienta en Londres a finales de la guerra, hasta el momento del volteo las referencias físicas a la situación bélica eran de contexto. Ahora oímos y vemos aviones de extraño fuselaje y diseños abstracto, supuestamente enemigos, volar sobre la capital británica. Se produce un bombardeo y Maurice queda mal herido y sepultado por escombros. Sarah sale en su ayuda y lo encuentra oculto debajo de cascotes. Solo ve la mano. Se acerca a la extremidad y denota muerte. Creyendo que su amante ha fallecido a consecuencia de las heridas se pone a rezar. A implorar que vuelva a la vida. En ese instante, Maurice, recupera la conciencia, se quita de encima los ladrillos y sube hasta el piso donde está Sarah anhelando la presencia de Maurice. Cuando le ve tambaleándose, entiende que su plegaria ha sido atendida y que se ha producido una milagro.
Esta cuestión modifica el rumbo de ‘The end of the affaire’ y los amantes tomas decisiones y caminos diferentes. Maurice se va de Londres intentando olvidarse de Sarah. Piensa que lo la engañado desde el principio y que todo era postureo y farsa. Por su parte, Sarah, ha recibido una experiencia extraordinaria, casi sobrenatural, y necesita tiempo y espacio para determinar las causas y el origen. Hay una elipsis de un año y transcurrido el curso, con la vuelta de Bendrix a Londres y la función adquiere otros matices que se desenvuelven en el ámbito todavía romántico pero con un barniz de tono religioso encaminado al descubrimiento de la verdad.
Todos los personajes vuelven a reencontrarse. Es una vuelta a la casilla de salida. Pero se introduce un pintoresco personaje que lo valoro como uno de los grandes aciertos de la película. Se incorpora a la acción un investigador privado, Albert Perkins, fabuloso el actor inglés, John Mills. Con permiso y autorización más o menos consentida por parte de Henry, Maurice echa mano de un detective para que averigüe si Sarah es, como piensa Maurice, una señora con toque de distinción pero a su vez frívola, coqueta y casi como una devoradora de hombres. Determinadas pistas un tanto baladís parecen indicar que la mujer lleva una vida paralela en compañía de otro hombre.
Perkins es un ayudante del jefe de una discreta agencia de detectives privados. Es una figura singular, curiosa y sorprendente. Tiene una modalidad de trabajo funcional pero poco avispada. Su estilo de husmear (ayudándose de su hijo de once años) es rocambolesco y divertido. Práctico, orgulloso, tontamente disciplinado y discretamente arrogante. Eleva el sentido de la película porque añade un perfil de intriga y hace reposar en la furtiva actitud de Sarah un componente turbador. Sin embargo, entre sus hallazgos más destacados hay que poner su haber el encuentro de una nota misteriosa que conduce a una especie de diario que cae en manos de Maurice y al leerlo se abre otro flashback.
Y es aquí, en el tercio final, cuando crees que la parte incitadora, inmoral y acciones carentes de toda ética se trastoca en la lucha de Sarah por reconocer de modo taxativo el volteo que ha dado su espíritu al hallar en la fe y la credibilidad de la existencia de Dios la razón lógica de la recuperación de Maurice.
Porque a fin de cuentas, Sarah está profundamente enamorada de Maurice, y lo demostraba, aunque sus señales eran interceptadas por Maurice desde la incertidumbre. Pero después del bombardeo y la aparición (milagrosa) de su amante, Sarah entra en otro combate, de carácter interno, que la lleva, con la ayuda de un párroco, a profesar un nuevo sentimiento del que antes carecía.
Viendo a Deborah Kerr debatirse entre la certidumbre y la duda y apostar definitivamente por la fe me vino a la memoria la reconfortante imagen de Emilia (Susana Canales) en ‘Cielo negro’ (1951), de Manuel Mur Oti, cuando al escuchar el tañido de una campana procedente de una iglesia cercana al viaducto madrileño al que pensaba arrojarse, recompone su zozobra y restituye su voluntad de seguir viviendo pese a los reveses del amor.
Como digo, toda la mojigatería que arrastra ‘The end of the affair’, conocida en España como ‘Vivir un gran amor’ se mantiene en el plano de la belleza y la exacerbación de los sentimientos gracias al virtuosismo y al credo visual/estético de Dmytryk. Una factura impecable fortalece una estridente amalgama de chifladura católica que produce liberación cuando se cree a pies juntillas. Y Deborah Kerr, con su talento, hace posible el milagro. No es de extrañar que tiempo más tarde se sometiera a otro calvario, en este caso fantasmal, en la película ‘Los inocentes’ (1961), de Jack Clayton. Por cierto, Van Johnson, como siempre, entre indiferente y soso.
Reseña de Jose Manuel León Meliá
The End of the Affair (1955) | |
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Rating: 6.6/10 (1,493 votes) Director: Edward Dmytryk Writer: Graham Greene, Lenore J. Coffee Stars: Deborah Kerr, Van Johnson, John Mills Runtime: 105 min Rated: Approved Genre: Drama, Romance Released: 01 May 1955 |
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Plot: In WW2 London, a writer falls in love with the wife of a British civil servant but both men suspect her of infidelity with yet another man. |
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